por Eric Toussaint
Casi todos los dirigentes políticos, ya sean de la izquierda tradicional o de la derecha, ya sean del Sur o del Norte, confiesan una verdadera devoción por el mercado, y en particular por los mercados financieros. En realidad habría que decir que ellos han montado una verdadera religión del mercado. Cada día, en todas las casas del mundo que tienen televisión o internet, se celebra una misa dedicada al dios Mercado durante la difusión de la evolución de las cotizaciones de la Bolsa y de los mercados financieros. El dios Mercado envía sus señales a través del comentarista financiero de la televisión o de la prensa escrita. Esto sucede no sólo en los países más industrializados sino también en la mayor parte del planeta. En Shanghai o en Dakar, en Río de Janeiro o en Tombuctú, uno puede saber cuáles son «las señales enviadas por los mercados». En todas partes, los gobiernos han llevado a cabo privatizaciones y han creado la ilusión de que la población podría participar directamente de los ritos del mercado (mediante la compra de acciones) y que como contrapartida se beneficiaría si interpretaba correctamente las señales enviadas por el dios Mercado. En realidad, la pequeña proporción de población trabajadora que adquirió acciones no tiene el más mínimo peso sobre las tendencias del mercado.
De aquí a algunos siglos, quizás se leerá en los libros de Historia que, a partir de los años ochenta del siglo xx , hizo furor cierto culto fetichista. La expansión así como el poder que llegó a tener dicho culto quizás se relacionará con los nombres de dos jefes de Estado: Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Se destacará que este culto se benefició desde sus inicios de la ayuda de los poderes públicos y de las potencias financieras privadas. En efecto, para que este culto encontrara cierto eco en las poblaciones, fue necesario que los medios de comunicación públicos o privados le rindieran pleitesía cotidianamente.
Los dioses de esta religión son los Mercados Financieros, a los que se dedicaron templos llamados Bolsa, y en donde sólo son convidados los grandes sacerdotes y sus acólitos. Al pueblo de los creyentes se invita a entrar en comunión con los dioses Mercados mediante la pantalla de TV o del ordenador, el diario, la radio o la ventanilla del banco. Hasta en los rincones más recónditos del planeta, gracias a la radio o la televisión, centenares de millones de seres humanos, a quienes se niega el derecho de tener sus necesidades básicas satisfechas, son convidados a celebrar a los dioses Mercados. Aquí en el Norte, en la mayoría de diarios leídos por los asalariados, las amas de casa y los desocupados, existe una rúbrica del tipo «dónde colocar su dinero», a pesar de que una aplastante mayoría de lectores y lectoras no cuenta ni con una acción en la bolsa. Se paga a los periodistas para que ayuden a los creyentes a comprender las señales enviadas por los dioses.
Para aumentar el poder de estos dioses sobre el espíritu de los creyentes, los comentaristas anuncian periódicamente que éstos han enviado señales a los gobiernos para indicarles su satisfacción o su descontento. El gobierno y el Parlamento griegos, habiendo comprendido finalmente el mensaje recibido, han adoptado un plan de austeridad de choque que hará pagar la crisis a los de abajo. Pero los dioses siguen descontentos con el comportamiento de España, Portugal, Irlanda e Italia. Sus gobiernos también deberán llevar como ofrendas importantes medidas antisociales para calmarlos.
Los lugares donde los dioses abruman con la manifestación de sus humores están en Nueva York, en Wall Street, en la City de Londres, en las Bolsas de París, de Frankfurt y de Tokio. Para medir su satisfacción, se inventaron instrumentos que llevan el nombre de Dow Jones en Nueva York, Nikei en Tokio, el CAC40 en Francia, el Footsie en Londres, el Dax en Francfort, el IBEX en España. Para asegurarse la benevolencia de los dioses, los gobiernos sacrifican los sistemas de seguridad social en el altar de la Bolsa, y además privatizan.
Valdría la pena preguntarse por qué a estos operadores se les ha otorgado esta dimensión religiosa. Ellos no son ni desconocidos ni meros espíritus. Tienen nombre y domicilio: son los principales dirigentes de las 200 multinacionales más grandes que dominan la economía mundial con la ayuda del G7 y de instituciones tales como el FMI —que volvió al centro del escenario gracias a la crisis después de haber pasado un tiempo en el purgatorio—. También actúan el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio, aunque ésta no esté en su mejor momento, nadie sabe si de nuevo puede ser la elegida de los dioses. Los gobiernos no son una excepción: desde la era de Reagan y Thatcher abandonaron los medios de control con que contaban sobre los mercados financieros. Dominados por los inversores institucionales (grandes bancos, fondos de pensiones, compañías de seguros, hedge funds...) los gobiernos les donaron o prestaron billones de dólares para que puedan cabalgar de nuevo, después del desastre de 2007-2008. El Banco Central Europeo, la Reserva Federal estadounidense, el Banco de Inglaterra prestan diariamente, con un tipo de interés inferior a la inflación, enormes capitales que los inversores institucionales se apresuran a utilizar en forma especulativa contra el euro, contra las tesorerías de los Estados, etc.
Actualmente, el dinero puede atravesar fronteras sin ninguna imposición fiscal. Cada día circulan en el mundo 3 billones de dólares saltándose las fronteras. Sólo menos del 2 % de esta suma se utiliza directamente en el comercio mundial o en inversiones productivas. Más del 98 % restante se dedica a operaciones especulativas, en especial sobre las monedas, los títulos de la deuda o las materias primas.
Debemos terminar con la trivialización de esta lógica de muerte. Se necesita crear una nueva disciplina financiera, expropiar a este sector y ponerlo bajo el control social, gravar con fuertes impuestos a los inversores institucionales que primero provocaron la crisis y después se aprovecharon de ella, auditar y anular las deudas públicas ilegítimas, instaurar una reforma fiscal redistributiva, reducir radicalmente el tiempo de trabajo con el fin de poder contratar masivamente, pero sin disminuir los salarios, etc. En dos palabras, comenzar a poner en marcha un programa anticapitalista.
Fuente: Rebelión
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