Casi 200.000 inmigrantes, bolivianos sobre todo, trabajan en 18.000 talleres clandestinos de la industria textil argentina
Trabajadores bolivianos en un taller clandestino de la provincia de Buenos Aires.
por Armando Camino
Ahora comparte dos cuartos de baño con sus once compañeros de trabajo y socios de la cooperativa 20 de Diciembre / La Alameda. Pero en otro tiempo, Lourdes Hidalgo, boliviana de 43 años, debía esperar su turno para utilizar una sola ducha junto a las 65 personas con las que vivía y trabajaba en una fábrica textil de Caballito, en el centro geográfico de la ciudad de Buenos Aires. Hasta que se incendió, en marzo de 2006, y murieron seis personas, cuatro niños de 3 a 10 años, un adolescente de 15 y una joven de 25 embarazada. Cuatro años después, la causa penal contra los capataces del taller de la calle Luis Viale está paralizada, después de que el juez instructor se declarara incompetente para procesar tanto a los dueños del local como a los inspectores públicos.
“Fue muy doloroso, no me puedo olvidar de las personas que allí murieron, escucho ahora las sirenas de los bomberos y me dan ganas de llorar, tengo miedo al fuego. Quiero que se haga justicia, porque no se hizo nada, querían echar la culpa a los trabajadores que vivían allí”, lamenta Hidalgo, que abandonó en 2003 la ciudad de El Paso tras la oferta laboral realizada por un pariente en Buenos Aires. Al igual que millares de compatriotas, cruzó la frontera sin regularizar su documentación, retenida en otros casos por los propios empresarios, para emplearse en taller textil, uno de los miles de locales con licencia para el trabajo a domicilio que producen por encargo prendas de ropa y complementos para el abastecimiento de marcas nacionales e internacionales. “No me puedo quejar del primer taller, con un horario de 8 a 8 por 1.100 pesos [alrededor de 220 euros] y una atención excelente, pero me enfermé después de un año, tuve que dejar de trabajar y ya no había lugar cuando quise regresar, así que me fui a otro taller”. Salió de las brasas para caer, directamente, al fuego.
En la planta baja de una nave industrial de tres alturas, con licencia sólo para cinco máquinas de coser, trabajaban 40 costureros bolivianos de 7 de la mañana a 11 de la noche, aunque Lourdes recuerda ocasiones en las que confeccionó prendas hasta las 2 de la madrugada. En los pisos superiores, los trabajadores, en su mayoría familias completas con un total de 25 niños a su cargo, vivían en habitáculos separados por telas y cartones. Todo por un salario mensual aproximado, en función de la productividad, de 700 pesos (140 euros) a cobrar trimestralmente, excepto un adelanto semanal de 50 pesos. “Era para que la gente no se fuera antes, pero a mí no me pagaron nada en todo el tiempo”.
“Nos quedamos sin nada, sólo con la ropa que llevábamos”
Después de cuatro meses, Lourdes Hidalgo reaccionó el día que casi se electrocuta con unos cables al asearse en el cuarto de baño: “Reclamé por el mal estado del taller, era incómodo y lo sentía sobre todo por los chicos, pero un capataz me dijo que estaban acostumbrados a trabajar así y que, si no me gustaba, podía retirarme”. Aunque decidió abandonar el taller, antes debía finalizar las prendas asignadas, dos semanas más de labor bruscamente interrumpidas por las llamas originadas en un cortocircuito. “Nos quedamos sin techo y sin nada, sólo con la ropa que llevábamos puesta. Todos teníamos miedo, porque nos amenazaron para que no habláramos ni denunciáramos”.
El dramático incendio del taller de Luis Viale 1269 destapó ante la opinión pública argentina un régimen de semiesclavitud extendido en la industria textil. “Veníamos denunciando casos desde 2004, pero desgraciadamente fue necesaria una tragedia para que el asunto tomara relevancia”, lamenta la socia de Lourdes Hidalgo y coordinadora de la cooperativa La Alameda, Tamara Rosenberg. A partir de ahí, las autoridades argentinas reaccionaron al aplicar medidas como la regularización migratoria masiva, aprobación de la ley de asistencia a víctimas de trata, desarrollo de decenas de procesos judiciales contra propietarios de talleres y marcas textiles, la clausura de miles de locales y la confiscación de centenares de máquinas para su empleo por parte de cooperativas en colaboración con el Instituto Nacional de Tecnología Industrial, o la celebración de elecciones sindicales en centros fabriles.
Efectivamente, “hemos avanzado algunos pasos, pero el camino a recorrer aún es largo y estamos lejos de que impere la legislación vigente y la justicia, de la erradicación del trabajo esclavo y la dignificación de los costureros en la ciudad y en el país”, advierten desde La Alameda. De hecho, el fundador y referente de la cooperativa, Gustavo Vera, recuerda que cerca del 80% de los trabajadores de la industria textil, alrededor de 200.000 personas, aún continúan en la clandestinidad, una situación que afecta en más del 90% de los casos a inmigrantes de origen boliviano, paraguayo y peruano. Alrededor de 3.000 talleres clandestinos perviven en la capital federal y otros 15.000 locales, en el conurbano bonaerense, aunque el problema se extiende por otras ciudades importantes como Rosario y Córdoba.
“Hubo un periodo de mayor control, pero se estancó con Macri [Mauricio, jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires desde 2007) y ahora hay muy pocas inspecciones, en general sólo a talleres de falsificaciones, y no se persigue a las grandes marcas”, denuncia Vera, maestro de educación primaria por la mañana y dirigente social por la tarde, en referencia al incumplimiento de la responsabilidad social de las firmas textiles con las condiciones laborales de los talleres suministradores. Aparte de impulsar 140 causas penales y 103 procesos judiciales contra marcas nacionales e internacionales (Adidas, Puma, Le Coq Sportif, PortSaid, Topper o Awada, entre otras), desde La Alameda se persigue la defensa de los derechos gremiales a través de la Unión de Trabajadores Costureros, con más de 1.000 delegados sindicales en el sector, y la reinserción laboral de las víctimas mediante cursos de formación o la constitución de cooperativas textiles, que emplean a 70 personas en 6 talleres.
“No quiero volver para morir de hambre”
“Me hablaron de La Alameda, vine, me gustó por lo que luchaban y me quedé. Cambió mucho mi vida, me arrepiento de no haberme preocupado antes por mi salud”, destaca Lourdes Hidalgo mientras cose a máquina una camiseta estampada con el lema Un mundo sin esclavos. Ahora cobra de 1.500 a 2.500 pesos (entre 300 y 500 euros) por 8 horas punto, como reza otra leyenda reivindicativa en una prenda de la marca propia Mundo Alameda.
A su lado, Daisy Cahuapaz, de 33 años y también boliviana, detiene la máquina de coser para contar que cruzó la frontera argentina, a pie y con una hija en brazos, por un cementerio en 2003. “No podíamos pasar por el control porque en aquel momento no estaban visando y nos agarraban. Sólo llevaba 100 bolivianos (10 euros) y se me gastaron pronto, no podía dar de comer a mi nena, dormíamos en la calle y viajábamos en micros [furgones] viejitos”. La deuda de 200 dólares contraída por el transporte desde La Paz a Buenos Aires de ella, su marido y una niña de 3 años se saldó con unos dos meses de trabajo de la pareja en un taller textil, instalado en una casa particular donde también vivían. “Estuve casi un año, pero no me pagaban y salí sin plata. Yo quería denunciar a la dueña, porque además su nene maltrataba a la mía, pero mi marido no quería meterse en líos, porque ella era su tía, y decidimos salirnos”.
Tuvo suerte y, desde 2009, Daisy Cahuapaz, que ya logró regularizar su documentación y reunir a sus cuatro hijos en Buenos Aires, trabaja en la cooperativa La Alameda. “Ahora no pienso en volver a Bolivia, porque acá estoy trabajando bien, me gusta y tengo mucha calma. Allá hay pocas oportunidades y no se gana tan bien, por eso la gente emigra. Se extraña el país y la familia, pero no me puedo ir, no quiero volver para morir de hambre. Pienso volver algún día, de acá a un tiempo, con capital para hacer algo, montar una tienda o un puesto en un mercado”.
De una olla popular del barrio al comercio solidario internacional
La Asamblea Popular y Cooperativa de Trabajo 20 de Diciembre, más conocida como La Alameda, surgió como un comedor comunitario junto al parque Avellaneda de Buenos Aires para atender las necesidades alimentarias básicas de familias sin apenas recursos tras el corralito financiero de finales de 2001. Fundamentalmente, inmigrantes, “el eslabón más débil de la cadena”, recuerda el fundador del movimiento asambleario, Gustavo Vera. Para ello, un grupo de vecinos del barrio ocupó las instalaciones del antiguo bar La Alameda y, después de superar un intento de desalojo, logró que el gobierno de la ciudad aprobara un proyecto de expropiación en 2004 para ceder el uso del local a fines sociales.
Tras conocer las pésimas condiciones laborales de los trabajadores bolivianos que frecuentaban el comedor comunitario, con capacidad para 140 personas, los vecinos presentaron denuncias judiciales contra talleres y marcas textiles, al tiempo que constituyeron la cooperativa laboral 20 de Diciembre para emplear a las víctimas rescatadas del sistema. Posteriormente, la iniciativa de economía social creció gracias a la asociación con el Gobierno de Buenos Aires y el Instituto Nacional de Tecnología Industrial para constituir la cooperativa Centro Demostrativo de Indumentaria en el barrio de Barracas y, de este modo, aprovechar las máquinas de costura incautadas por orden judicial en factorías clandestinas. Finalmente, los ideales del movimiento se expandieron por el sector textil gracias a la creación del sindicato Unión de Trabajadores Costureros y de la Fundación Alameda, encargada de las tareas investigadora y jurídica.
Aparte del fundacional taller textil y su marca Mundo Alameda distribuida en mercados solidarios, desde el antiguo bar enfrente del parque Avellaneda también se gestionan actualmente negocios sociales de panadería y gastronomía, un centro de fotocopiado, artesanía cerámica y otros servicios de mantenimiento, al tiempo que expanden sus investigaciones y denuncias hasta las redes de trata para la explotación sexual, los excesos de la industria avícola o de las plantaciones de ajo, o los problemas de los cartoneros. Todo ello, decidido mediante una democracia directa asamblearia. Y, próximamente, afronta la expansión internacional, pues La Alameda se alió con la cooperativa Dignity Returns de Tailandia para lanzar a principios de junio, en simultáneo desde Bangkok y Buenos Aires, la primer marca global y libre de trabajo esclavo: No chains (sin cadenas, en inglés). Tras la subvención otorgada por la Fundación Avina y la colaboración desinteresada de diseñadores de Hong Kong, Filipinas, Estados Unidos o Corea del Sur para emprender el proyecto, desde No chains invitan ahora a todo el mundo a “a sumarse a este sueño. No importa cuán lejos estés, ni que idioma o religión profeses, lo importante es la defensa de los valores de la dignidad humana por un mundo sin cadenas”.
Fuente: Periodismo Humano
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