El blog de MATEÍNA

El blog de Mateína



viernes, 3 de setiembre de 2010

El final de la guerra para Estados Unidos, el principio del abismo para Irak

por Mónica G. Prieto para Periodismo Humano

Un soldado iraquí, impotente ante la destrucción, en Faluya. (Mónica G. Prieto)

Calvo, grueso, con el típico bigote que caracteriza a los militares y espías árabes y mirada bovina, para el teniente coronel Khaled, a cargo de las fuerzas antidisturbios de Tikrit, en la provincia iraquí de Salahadin, la principal preocupación que oscurecía su vida no era Al Qaeda, el grupo que mató a su hermano meses atrás, sino su matrimonio. “Verá: no soporto a mi mujer. Incluso he ido a ver al sheikh para pedirle que emita una fatwa que me permita matarla para poner fin a mi sufrimiento, pero no accede. Y cada noche tengo que ver su gorda y fea cara al regresar a casa”.

Khaled lo contaba entre risas, pretendiendo ser gracioso. Impávido, el capitán norteamericano que le servía de interlocutor apuraba un cigarro tras otro en la suntuosa sala del palacio presidencial de Sadam Husein que hoy sirve de oficina de Khaled, heredero del cargo que ocupaba -por méritos, aparentemente- su hermano hasta ser asesinado. No acertaba a contestar a las tribulaciones del teniente coronel: sencillamente, no tenía palabras. Sí las tuvo a la salida de la estancia para la reportera cuando ésta, alarmada, le interrogó sobre la capacidad profesional del hombre que buscaba justificaciones para matar a su esposa a la hora de hacer cumplir la ley a los demás. “Hemos buscado lo mejor entre lo peor para crear el nuevo Ejército iraquí. A lo mejor no hemos acertado”, confesaba el capitán.

El teniente coronel Khaled no era un caso aislado. El principal interés del general Issa Abed Mahmud, responsable de la Policía de Salahadin, en ver a la periodista residía en pedirle que le hiciese una fotografía. “Una en la que salga bien, hoy que voy de uniforme. Es para mi amante, ¿sabe?”. En la conflictiva provincia de Diyala, donde los extremistas suníes seguían siendo fuertes, otro mando de la Seguridad me presentaba a lo más granado de su oficina: uno de sus agentes se cortaba las uñas mientras otro empleaba el único ordenador en jugar a… matar insurgentes iraquíes.


Escenario tras un bombardeo norteamericano en Bagdad. (Mónica G. Prieto)

Era marzo de 2010, y yo estaba inmersa en mi primera -y única- experiencia como empotrada en Irak. En nueve coberturas anteriores entre 2002 y 2009 había cubierto el conflicto iraquí desde el lado de los civiles, si acaso acompañando a la insurgencia, pero nunca me había sumado a los ocupantes para ver su lado de la guerra y constatar su labor a la hora de edificar el nuevo Irak. La experiencia resultaba muy interesante pero no gratificante: el objetivo de las tropas norteamericanas era ofrecer la imagen más positiva posible de su labor, mostrar los avances del país y, sobre todo, justificar el final de la invasión que se escenificó ayer en Bagdad, para lo cual es imprescindible presentar unas fuerzas de Seguridad locales lo suficientemente sólidas para defender el país.

Exactamente lo contrario de lo que podía comprobar sobre el terreno: supuestas fuerzas de elite compuestas por soldados obesos y perezosos, sin intención alguna de salir a las calles, patrullas conjuntas en el Kurdistán que esperaban una orden de sus mandos para acabar con la cooperación y reanudar el conflicto sectario, armamento de décadas de antigüedad, sectarismo y desconfianza entre unos mandos que compiten en lugar de colaborar por el bien de su población…

Marzo, mes electoral donde todos los iraquíes se volcaron en las urnas, era un buen momento para presumir de retirada estadounidense. La violencia sectaria había disminuido y el poder de Al Qaeda estaba mermado como consecuencia de su propia locura y de la acción de los Sahwa, los insurgentes y grupos tribales suníes que habían pasado de apoyar a los terroristas para consolidar su frente contra chiíes e invasores a combatirles acabando de facto con su poder. Pero la labor de relaciones públicas norteamericana se topaba con una terca realidad. La estabilidad se sostenía con alfileres.

Las fuerzas de Seguridad son una sombra de lo que fueron, incapaces de asegurar el país. Carecen del entrenamiento necesario para abortar atentados, como demuestra el sangriento Ramadán que ha causado 438 bajas este agosto en Irak según fuentes del Gobierno, carecen de medios -EEUU no ha cedido ni vendido nada a Bagdad que pueda cuestionar la seguridad israelí, lo que implica que incluso el diminuto Kuwait tiene más recursos bélicos que la antigua Mesopotamia- y de la voluntad de defender la integridad nacional. Porque eso ya no existe: en el nuevo Irak ya no tira la patria sino la secta, la tribu o, en última instancia, la familia.

La infiltración de milicias religiosas en su seno -que entre 2005 y 2007 copaban la enorme mayoría de los puestos de las Fuerzas de Seguridad- se ha reducido pero no eliminado, y su composición es ahora sectaria, al estilo libanés. La fórmula ideal para que, en caso de que el conflicto civil se reactive, el Ejército se disuelva transformándose en una miríada de brigadas adeptas a su comunidad religiosa.

Así no es de extrañar que el general iraquí Babakir Zebari haya advertido que las fuerzas de Seguridad no estarán preparadas para hacerse cargo del país hasta 2020 y haya pedido a los norteamericanos que se queden hasta entonces. Pero Washington no puede permitirse esperar tanto tiempo por una cuestión de imagen, máxime si quiere comenzar a retirarse también de Afganistán, donde la guerra va aún a peor, así que ayer consumó su farsa anunciando el final de las operaciones bélicas en Irak. “Hoy anuncio que la misión de combate en Irak ha llegado a su fin. El pueblo iraquí es ahora responsable de la seguridad de su propio país”, decía Barack Obama. “Ha llegado el momento de pasar de página”.

Ojalá fuera tan fácil para los iraquíes pasar página tras siete años y medio de horror y el abismo que se avecina. Ahora, una vez más gracias a EEUU, Irak queda abandonada a su suerte. No ha importado que, seis meses después de las elecciones, los políticos no hayan podido formar un Gobierno recreando el vacío de poder que inició la guerra civil en 2005, que ya se escuchen rumores de golpe de Estado militar, que Al Qaeda se haya reactivado demostrando que puede mantener al país aterrorizado y que los Sahwa, la fuerza suní que antes les combatía, se esté desintegrando a fuerza de detenciones, asesinatos y de esperar indefinidamente unos sueldos que Bagdad nunca paga. Al Qaeda paga mejor, como antes hacía EEUU. Y en un entorno de desempleo y futuro incierto, los principios se esfuman.

La guerra civil no ha acabado, si bien vive un periodo de baja intensidad. Cada semana siguen muriendo iraquíes en oscuros ataques sectarios, cuando no fruto de las venganzas familiares que eternizan los conflictos de Oriente Próximo. Si tú mataste a mi hermano, prepárate a morir o a perder a alguien de tu familia. A eso se suman los asesinatos de policías y militares y los atentados con coche bomba, marca Al Qaeda. El día en que uno de esos ataques tenga como objetivo definido a los civiles de una sola secta, o un símbolo religioso, la guerra civil saldrá del intermedio para iniciar su segunda fase, probablemente la decisiva en el diseño del nuevo Irak.


El primer ministro en funciones Nuri al Maliki -ilegal, dado que tendría que haber cedido el poder hace meses al haber perdido las elecciones frente a Iyad Alawi y ser incapaz de formar gobierno- cada vez radicaliza más su tono sectario, identificando a Al Qaeda con los baazistas y de esa forma con los suníes. Y los suníes, minoría en el país, saben que lo tienen todo por perder y están dispuestos a morir matando. No importa que los chiíes tengan el poder, las armas y el apoyo de Irán, el gran agente que maneja a su antojo el nuevo Irak. Porque Estados Unidos acabó con la dictadura laica de Sadam para imponer una democracia sustentada en líderes religiosos influidos por Teherán, cuando no nacidos o formados en Irán. A juicio de los árabes, Irán ha sido el único país -seguramente junto a Israel- que ha salido ganando de la invasión militar: todo un logro para Washington.

Estados Unidos ha decidido que su guerra ha terminado en Irak, pero eso no implica el final del conflicto para los iraquíes. Supone el término de la ocupación militar, pero una asfixiante congoja se ha apoderado de la población. Sí, nadie quiere a los invasores, pero en la nueva fase que vivía Irak desde la guerra civil su presencia tenía cierto sentido. Desde 2005 su fuerza aérea era lo único que disuadía a los miembros de Al Qaeda de perpetrar operaciones mayores y desde 2007 sus dólares pagaban a los Sahwa, que trabajaban para Bagdad y no contra los chiíes que controlan el Gobierno de Irak, como antaño. Su voz era escuchada en los ministerios que participaron activamente en la guerra sectaria, y su papel por fin había pasado de ser ofensivo contra una población desarmada -como lo fue entre 2003 y 2005- a defender la frágil estabilidad lograda a fuerza de bombas y dólares.

El escenario que heredan los iraquíes es tan complejo como aterrador, y políticos y población lo saben. No sólo por la nebulosa de grupos armados e intereses locales y exteriores que pueden hacer estallar de nuevo el conflicto, también por la descomposición moral de una sociedad que ya no puede confiar ni en sus propios vecinos y que ha perdido buena parte de sus principios tras años enfrentándose al horror. Demasiados crímenes, secuestros, torturas, prisiones ilegales, coches bomba, extremismo religioso, crimen organizado, cuatro millones de huérfanos, otros cuatro entre refugiados y desplazados, un millón de muertos y unas heridas psicológicas que tardarán décadas en sanar. Cuando visité Irak por primera vez, en 2002, era una triste dictadura donde una población culta y digna padecía un régimen despótico al tiempo que confiaba en un futuro mejor. Hoy nadie es optimista; más bien al contrario. Todo en Irak es, a ojos de sus habitantes, susceptible de empeorar.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario