
La historia de la humanidad es una historia de sujeciones. En el período premoderno, sujeción a los dioses del politeísmo, al Dios del monoteísmo, al Rey de la monarquía y al Pueblo (sujeto abstracto) de la República. Siempre había una figura del Otro al que todos debían reportarse.
Ese Gran Otro prescribía lo cierto y lo erróneo, el bien y el mal, la gracia y el pecado, la ley y el delito. El mundo se configuraba de acuerdo con los preceptos del Gran Otro. Las alternativas eran sencillas: sujetarse bajo promesa de recompensa o rebelarse bajo amenaza de castigo.
En la modernidad el Otro se multiplicó, adquirió varias caras, se descentralizó en diversidad de ideologías, sistemas de gobierno y creencias religiosas. Tanto la antigüedad como la modernidad nos remitían a la trascendencia, por más que basada en la razón. Si no era Dios era el Partido, el líder supremo, las ideas incuestionables. Algo o alguien nos precedía y determinaba nuestro comportamiento, inculcándonos gratificación o culpabilidad.
La posmodernidad, a cuya puerta de entrada nos encontramos, promete hacer de nosotros sujetos libres de toda sujeción. Sería la vuelta al protagonismo exacerbado, en que cada indivíduo es la medida de todas las cosas. Ya no se vive en tiempos de cosmogonías y cosmologías, teogonías e ideologías. Ahora todos los tiempos convergen simultáneamente en el espacio reducido del aquí y ahora. Gracias a las nuevas tecnologías de comunicación, tiempo y espacio adquieren dimensión holográfica: caben en cada pequeño detalle del aquí y ahora.
¿Será que de hecho la posmodernidad nos emancipa del trascendente y de la trascendencia? ¿Nos introduce en el “desencanto del mundo” apuntado por Max Weber?
La respuesta es no.
Hay un nuevo Gran Otro que nos es impuesto como paradigma incuestionable: el Mercado. Las seductoras imágenes de este dios implacable son diseminadas por su principal oráculo: la publicidad. A semejanza de su homólogo de Delfos, nos advierte: “Di lo que consumes y te diré quién eres”.